En batalla, proteger la cabeza es una necesidad básica, ya no sólo para evitar una herida fatal, sino también por paliar las más leves, que dejarían fuera de combate o en franca desventaja, tanto al guerrero medieval como al soldado de los tercios.
Un yelmo no deja de ser un casco de metal, pero hay muchas variedades. Los más sencillos dejan el rostro descubierto, como el “spangenhelm” o yelmo con nasal, la barbuta o el morrión, ya posterior de los conquistadores y los soldados del siglo XVI y XVII. En un término algo superior y mucho más antiguo, podríamos contemplar el yelmo griego corintio, con carrilleras y nasal, que protege gran parte de la cara.
Con cobertura delantera fija podemos recordar los asociados a las órdenes militares y los cruzados, como el “sugar loaf” o el “gran yelmo”, frecuentemente adornados con cruces.
Sin embargo, los más atractivos y complejos son los que llevan visera o celada, una pieza de metal abatible que cubre el rostro, tanto por evitar daños (sobre todo accidentales, más que de ataques directos), como por el impacto psicológico en combate. En esta categoría tenemos algunos clásicos como el sallet o el bacinete (bascinet), en sus muy diversas configuraciones, incluyendo máscaras picudas, con ventana, con agujeros…
En el interior del yelmo, y con la intención de hacerlo más cómodo y efectivo en su tarea de protección de la cabeza, hay un entrelazado de tiras de cuero regulables con hebillas o cordones, que ayudan también a que encaje bien y no se mueva. Aún así, una idea interesante para llevar bajo el yelmo es una crespina acolchada, que no es sino una capucha o gorrito relleno de lino o lana, que hace el conjunto más cómodo y seguro. Esta prenda también se puede sustituir por una de serraje, menos acolchada (y que también da menos calor en la estación cálida).